El humo escapando de mis pulmones ha dejado seca mi boca, la oscura noche ha caído ya y sé que sería insensato considerar aventurarme fuera de mi hogar, en busca de alguna suerte de bebida que refrescara mi sediento ser. Más aún en la soledad a la que me ha obligado la mujer que amo en esta terrible jornada, pues ha decidido visitar a sus progenitores, en las heladas e inhóspitas tierras de Boyacá.
Pero agradezco tener la fortuna de una deliciosa bendición en el lugar que habito. Con una sonrisa en mis cuarteados labios me acerco a la nevera y extraigo de allí una fría botella, misma que contiene un exquisito elixir burbujeante que procedo a verter en un expectante vaso de cristal. La guardo de regreso, no sin notar que queda muy poco para tomar después. Cuando toco el recipiente de vidrio noto con casi extasiado placer como a transpirado, dando cuenta de lo refrescante que será tomar la exquisita bebida que me acompaña.
Emprendo el camino hacia mis aposentos, extinguiendo las luces que iluminan mi hogar y aligerando la marcha para evitar que los oscuros portentos que moran en las sombras consigan atraparme y terminar con mi vida antes de tiempo. Me detengo de golpe en el pórtico de mi habitación y constato con preocupación que he dejado mi celular en la penumbra de la sala de estar. Suspirando arranco valor de lo más profundo de mi alma y me adentro en la densa bruma de la noche para recuperarlo. La tarea es aterradora, suficiente para quebrar la psique de un hombre inferior, pero a pesar de todo consigo regresar con vida y con mi mente casi intacta.
Mi habitación me espera tan acogedora como siempre, de un salto me recuesto en la cama y me cubro con su carmesí edredón, busco el control del televisor en mi mesa de noche y me deleito con la trepidante elección audiovisual que se me presenta. Luego de unos minutos encuentro algo de mi interés y me recuesto, la sed que me atormentaba no a cesado, finalmente ha llegado el sublime momento de saciarla.
¡Pero oh, que desgracia! ¿Dónde está mi vaso?
Con un rápido movimiento oteo mi habitación buscando sus cilíndricos contornos, no la veo en mi mesa de noche, ni en el del amor que me abandonó, tampoco en aquel misterioso mueble cuyo nombre siempre se me escapa, aquel tiene un gran espejo y cajones llenos de su maquillaje. ¡No está! ¡Mi bebida no está! ¿Cómo puede ser esto posible si la tenía en la mano? ¿Cómo puede un objeto de este tamaño simplemente desaparecer?
Intento pasar saliva, pero no lo consigo, mi boca es un desierto desprovisto de cualquier ápice de humedad. La ira me invade mientras me levanto a ver si quizás lo habré dejado en el suelo, si tal vez se volteó y sin hacer ruido se regó, un pensamiento que me hace estremecer. De nuevo, no consigo verlo, ni escuchar la burbujeante danza que bulle en su interior. Es un hecho, el vaso no está y mi sed, punzante e incólume, me exige encontrarlo.
Sé que no tiene sentido, pero contemplo la idea de que quizás lo dejé afuera. Un imposible, un exabrupto, pero dadas las circunstancias es la única opción que me queda, por más absurda que parezca. Abro la puerta de mi habitación de par en par y contemplo mi hogar, bañado en la etérea luz de las farolas que se cuela por las ventanas. Observo la sala, el comedor y lo que alcanzo a ver de la cocina: nada.
¿Cómo es posible esto? ¿Cómo es posible que un vaso tan grande, tan seseante, helado y majestuoso pudiera desaparecer? Aprieto los puños y en un arrebato de atrevida furia me adentro de nuevo en la oscuridad, de camino a mi cocina, el único lugar que queda, mi vaso debería estar allí por increíble que parezca.
¡Pero no está! ¡No esta por ningún lado! ¡Ha desaparecido! ¡Se ha esfumado! ¡Arrancado de esta realidad para no volver jamás! ¡Alejado de mis manos, de mis yermos labios y mi desierta garganta! ¡Arrancado como la más dantesca de las torturas! ¿Quién? ¡Oh, Dios mío! ¿Quién o qué me está condenando de esta manera? ¿Quién o qué me han arrebato el dulce sosiego, la refrescante bendición, de mi helada bebida?
Dando tumbos doy unos pasos fuera de la cocina y desesperado vuelvo a mirar buscando un vaso que sé que ya no está ahí. Mi aliento se entrecorta mientras la enloquecedora sed me agobia. De nuevo intento pasar saliva sin conseguirlo, casi desvaneciéndome en la desesperanza. Pienso caminar de regreso a mi habitación, pero no consigo moverme, mis fuerzas me han abandonado, mi cuerpo se niega responder si no es para saciar la abrumadora sequedad que ya llega hasta mi alma.
Levanto el puño con ira y maldigo. ¡Las maldigo! ¡Malditas sean aquellas criaturas informes y tenebrosas que con sus largos dedos han tomado mi bebida! ¡Maldito su reino en la periferia de la vista donde esperan perversas a arrebatarnos el sosiego y la paz que tan difícilmente conseguimos! ¡Maldita su insaciable ambición, alimentada por el retorcido placer que les produce torturarnos! ¡Malditas! ¡Malditas! ¡Malditas! ¡Regrésenme lo mío! ¡Regrésenme mi gaseosita!
Pero de nada sirve. Mi diatriba desesperada no hace sino alimentar la penosa sequedad que me constituye. Derrotado, con paso lento y pesado, regreso a la cocina y tomo el poco líquido que quedó en la nevera, que apenas y da para unos sorbos nada más. He aliviado un poco mi sed, pero no es suficiente. La impotencia que me invade es remplazada por una profunda tristeza y un hondo desconcierto, me veo obligado a beber agua, o morir allí, seco, solo y abandonado. Oscuras fuerzas se han levantado contra mi y me han quebrado.
Vencido regreso a mi habitación y aquella otrora entretenida visión se me antoja simple, aburrida y monótona, como el agua que mi vi obligado a beber. Luego de un rato, sin darme cuenta, mis parpados cansados y mi alma vencida me obligan finalmente a dormir.
Mi amada me despierta, pues ha llegado temprano, aún aletargado por la terrible noche consigo saludarla con dificultad. Sus labios se abren para dar lugar a una pregunta cuya respuesta habría quebrado a cualquier hombre, incluso a uno superior a mí:
— Cielo, ¿Porqué hay un vaso de gaseosa en la sala?
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