Una madre cuelga el teléfono temblorosa, aún sin lograr comprender del todo lo que acaba de escuchar al otro lado de la línea. Enciende el televisor y ve las noticias, lo anuncian en los dos mediocres canales de la nación, una tragedia con precedente pero igual de dolorosa que las anteriores: un dispositivo explosivo ha detonado llevándose consigo algunas almas desdichadas. «Esto le pasa a otros» pensó «no a mí». Calla y escucha el reporte unos segundos más. “no a mí”, se dice; “no a mi hijo”, susurra. Quiere gritar pero no puede, su dolor se derrama y le colapsa las piernas. Es su hijo una de esas almas desdichadas. Ha muerto y nunca sabrá quién lo mató, no personalmente al menos. Por el resto de sus días solo conocerá un nombre para la amorfa entidad que la dejó sin él: FARC.
Un hombre camina apesadumbrado por una carretera destapada, lleva consigo tantas posesiones como puede cargar pero sabe que no son las suficientes. Su esposa carga un peso similar, igualmente incompleto. Mira sus seis hijos, todos infantes, portando tanto como sus pequeños cuerpos les permiten. Su hija más pequeña le pide un estimado para su regreso a casa, él le miente, le dice que no tardarán en retornar, pero sabe que quizás jamás vuelvan a contemplar su pequeño ranchito otra vez. Por un momento se siente culpable, sabía que aquello pasaría tarde o temprano, ¿Pero que podía hacer? ¿Qué podía hacer más que seguir llevando el pan a la mesa con el duro trabajo diario y anhelar, anhelar que los combates que espantaron a sus vecinos no lo sacaran a él? Mira a sus hijas y siente alguna suerte de alivio, al menos su inocencia no ha sido destrozada. La imagen de Don Jacinto llorando por sus hijas, vulneradas por uno y otro bando, le clava un frio temblor que apenas logra disimular.
Su comandante le ordena bajar a aquellos cinco jóvenes del camión y eso hace. Ruega por que se callen, que dejen de hacer tortuosas preguntas y clamar aterradas solicitudes. Esta seguro que ya intuyen lo que les pasará, lo que debe hacer. «Necesito la plata» se dice, sabiendo que realmente no hay argumento válido y que ya es demasiado tarde para arrepentirse, que si no quiere compartir su destino deberá continuar, tan firme como su impávido superior. Les ordena que se arrodillen, pero su superior lo corrige: “¡Que corran!”, manda. Y así lo hacen. Por un ligero instante se siente aliviado de no haber tenido que pedírselos. Suspira con pesar y miedo mientras levanta su fusil y dispara. No sabe cuántos tiros da, pero sí que contarán como cinco positivos.
Los oídos le zumban y por última vez en su vida no siente dolor. El estupor de la explosión se difumina rápidamente y escucha a sus compañeros hablarle, no logra comprender qué le dicen sin embargo. Finalmente su mente logra reconstruir las erráticas pistas que puede recolectar y le ordena mirarse las piernas, pero no las ve. En su lugar contempla una roja mezcla de tejidos retorcidos y quemados que se descuelga más debajo de su cintura. “¡Mis piernas!” grita y balbucea a la vez; “¡Mis piernas marica!” logra clamar con voz quebrada cuando empiezan a arrastrarlo de regreso. En medio del pánico solo consigue contemplar a sus descolocados compañeros, el miedo en sus rostros logra arrancarle el propio por un instante, se formula entonces la pregunta que lo acosa desde ese día: ¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué ignorar tanto dolor?
¿Por qué temerle al mañana?
¿Por qué desfigurar la verdad?
¿Por qué aceptar tanta violencia?
¿Por qué llamar a esta “La Paz de Santos”?
Si es la paz de todos.
Se nos presenta una oportunidad única en más de medio siglo de dolor indigno, de realidades cómodamente ignoradas, llanamente presentadas entre una novela y otra. De sentirse acostumbrados a la violencia, impávidos ante la tragedia de aquellos que no somos nosotros y solos ante la propia. Esta no es la paz de Santos o Timochenko, así como tampoco la guerra Uribe. Es de nosotros, de usted y yo, de nuestras familias y amigos. Es de todas las madres que tienen que enterrar a sus hijos soldados o guerrilleros, de los campesinos humildes que pierden todo en un conflicto que al fin al cabo los dejará abandonados, de los cadáveres sin razón acuñados por un bando y otro, de los que quedan incompletos y ultrajados, de los que nunca recuperan una libertad reducida a cifras, del que viaja entre poblaciones, del que vive en ellas.
Es de todos, esta es la paz de todos.
La invito entonces a considerarla así, querido lector, pues el fin de este conflicto va más allá de afiliaciones políticas, más allá de Uribes, Santos y Timochenkos. Más allá de analistas y medios. Es una oportunidad de tener algo más de tranquilidad, de crecer ojalá como nación, de dejar de tener que soportar agonías y darnos un ligero espacio para coexistir.
Y no seamos ilusos tampoco, mi amigo. Como todo lo que Uribes, Santos y Timochenkos presentan, esto no será completo, ni del todo justo. Tampoco acabará la violencia porque seguirán otros grupos, derechos e izquierdos, que al fin y al cabo continuarán tratando de lucrar con nuestro dolor. Lo que viene no será fácil y no es, claramente, el fin de nada, pero sí el principio de algo, un algo que realmente no puedo definir.
¿Pero no le parece mejor descubrir aquello juntos que sufrir esto separados?
Recuerda: El presente trabajo no se encuentra publicado en medio impreso alguno; puedes apoyar a su autor compartiendo esta dirección. De ti depende que estas historias continúen. Gracias. Aquí puedes encontrar más de Mr. D
Interesante y muy valido tu trabajo, tienes razón esta es la paz de un país, no es la paz de unos pocos, pero si es digno y necesario reconocer a los que a pesar de despiadada oposición se sostuvieron en busca de este acuerdo que esperamos sea el inicio de los acuerdos de paz en el corazón de cada Colombiano.
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