Otro día más es dibujado por el arribo de Ha, sus rayos lentamente calientan la ciudad de Krashik, haciendo lo que pueden para regalar algo de esperanza a sus habitantes y fallando. El amanecer encuentra a muchos aún despiertos, la mayoría agolpados o siendo conducidos a empujones por la calles, no entienden por qué algunos de sus amigos y vecinos los están tratando así, no saben a donde los conducen o por qué los llevan allí; el miedo los está consumiendo y cada vez más temen por lo que pueda suceder, se escuchan susurros y rumores, hay quienes sospechan lo que pasará, pero no se atreven a creer que tal cosa pueda ser verdad. Llegan a la plaza central de la ciudad, en frente del palacio de gobierno, está llena de hombres viejos y muy jóvenes, de mujeres y niños que tiemblan y esperan. Un metálo los observa desde el balcón central, los hace callar y se dirige a ellos.
- Habitantes de Krashik, haré honor a la veracidad, mañana al amanecer sucumbirán.
- Tengo una idea… es simple, la verdad.Afirmó aquel hombre de cabello apenas largo, peinado hacia un lado y piel blanca, vestido con una negra camisola sin mangas, un pantalón de cuero del mismo tono y un gabán corto de lino azul oscuro, ceñido a su espalda; acariciaba nerviosamente el mechón frontal de su cabello con su manos cubiertas por guantes de cuero sin dedos, al tiempo que tocaba su precaria barba.
- Te escucho.Dijo una mujer de piel negra y cabello muy rizado, largo hasta sus orejas, vestida de cuero, con un escote vino tinto adornado con piedras transparentes, un pantalón negro y botas anchas marrón oscuro, adornada por varios collares y pulseras plateadas. De rostro hermoso.
- La situación parece desesperada, Niker, así que sugiero medidas desesperadas…Atardece. Jeenpor observa al trono de Ha ocultándose en el horizonte y se pregunta si lo logrará. Ha estado mortificando a los habitantes de la ciudad todo el día, los ha tenido que obligar a caminar descalzos, a correr sin parar, a comer sin sentarse, a golpearse entre ellos al azar, a desnudarse para quemarse son los rayos de Ha, a vestirse otra vez para soportar su inmisericorde calor, los ha hecho llorar, los ha hecho sufrir; todo lo que prometió a Merik como diversión antes de cegar su vidas al principio del día que viene. Ya los puso a dormir en la intemperie en la plaza Duil, la más grande al lado de las murallas, ahora solo espera que Zirad y los demás puedan ayudarle.
- ¿Qué se te ocurre Ezzar?
- Como este grupo de soldados de Suralnia ha armado un campamento para resguardar el arco en Talas, se me ocurre que la forma más práctica de llegar hasta él y cruzarlo es aterrándolos.
- ¿Aterrándolos?
- Si, mi señora, vaya y… al menos por un momento… reclame lo que es suyo.
- Pero ya le dije que no pienso cruzar el arco… usted y Ka’Tal deben hacerlo…
- ¡Y lo haremos!... pero vea… este es un grupo de hombres relativamente pequeño, seguramente el arco en sí ya los aterra, creo que verla, en su… plenitud… será suficiente para que, al menos por un momento, se retiren… luego Ka’Tal y yo cruzamos.
Son cincuenta hombres los que comen de una gran fogata en medio de sus tiendas, la noche los cobija pero el tenue brillo del trono de Film resalta el metálico fulgor del arco que custodian. Solo saben que hace unos días el ejército de Aleb vino hasta Talas, lo levantó y luego desapareció; su misión es cuidarlo, cerciorarse de quien se acerca y con qué propósito hasta que se sepa más sobre la estructura.
Una mujer solloza en medio de la multitud, su pequeña hija insiste en romper sus lamentaciones al señalarle un oscuro punto de la muralla, donde las antorchas están tan alejadas que no logran espantar las sombras nocturnas. La molesta tanto que finalmente afina su oído, como le solicita la niña, escucha un rápido sonido de arañazos sobre la roca, constante, preciso, maquinal; se empieza a preguntar que puede ser, qué lo produce, el miedo empieza lentamente a apoderase de ella, quizás es la forma como los matarán, una especie de artefacto que los triturará. De repente, las luces de algunas de las antorchas de la plaza se apagan y un cuarto del lugar, el más cercano a la muralla, se cubre parcialmente de sombras. Es la confirmación de lo que temía, la matanza empezara pronto; la toman del brazo de golpe, le tapan la boca y ahogan su grito, mira a su captor y una divina ráfaga de esperanza la llena: es el guardián.
En Talas, una bella mujer de piel negra se les acerca, los soldados no la reconocen pero asumen que viene a complacerles, uno de ellos sale a recibirla y la saluda, ella lo mira lentamente y le acaricia el cuello, le sonríe y se aferra del peto de su gris y redondeada armadura, de golpe lo levanta del suelo como si de un muñeco se tratase y para su descredito lo arroja por los aires, dejando que se estrelle contra un arbusto cercano. Los otros soldados se levantan de golpe y desenfundan sus espadas, uno hace sonar un cuerno, con lo que alerta a aquellos que duermen, rápidamente todos los hombres se agolpan en la fogata, la mayoría preguntándose el porqué del alboroto.
- ¡¿Quién es usted?! –Gritó uno de los soldados- ¡¿Cómo hizo eso?!Dijo la mujer, un fugaz destello la cubrió y de repente los hombres estaban ante una visión que no podían creer, ella seguía allí, frente a ellos, pero ahora estaba completamente desnuda y era tan grande que apenas y le llegaban a la pantorrilla. Un simple ademán fue suficiente para que huyeran despavoridos, perdiéndose en el bosque. De las sombras emergieron Ezzar y una bella dama, delgada y de piel blanca, con el cabello largo hasta el cuello, castaño claro, vestida con un ceñido pantalón de negro cuero y botas del mismo color, con un ancho saco de lana oscura con capota, que dejaba ver el corpiño y guantes de cuero marrón oscuro que llevaba.
- Quiero que se retiren –solicitó Niker.
- Podrá usted ser fuerte, pero no nos asusta.
- Quizás…
- ¡Qué bella vista! –exclamó Ezzar.Ka’Tal y Ezzar se acercaron al arco, posaron su manos en el aire y en sus rostros se dibujó una expresión de esfuerzo, el mismo espejo que Merik proyectó salió también de sus manos, llenado el arco; miraron por última vez a su maestra y, tomados de la mano, cruzaron. La proyección se contrajo hasta desaparecer y Niker, con un suspiro, se fue.
- Creería que “este” era su plan –sugirió Niker, que con otro destello reapareció, vestida y de tamaño normal.
- Quizás –coqueteó el hombre; a lo que recibió un suave beso en los labios.
- ¿Nos podemos ir? –interrumpió la mujer blanca.
- Lo siento –Dijo Ezzar, sonriente.
- No es que me moleste algo de cariño –explicó- pero no creo que los hombres tarden en volver…
- Vallan, sé que les ira bien –aseguró Niker.
Las noticias llegaron a oídos de Jeenpor con gusto, en parte porque Igano fue quien se las dio, pero en su mayoría gracias a que el plan salió a la perfección: Jeenpor distrajo a las fuerzas del ejército fantasma moviendo a las personas de la ciudad durante todo el día, mientras que Zirad y Char’Leek trabajaron en una abertura de la muralla en el punto de sombras que el guardián conocía se hacía en la parte que colindaba con la plaza Duil, Jeenpor dejo a la gente allí, con la excusa de que dormirían a la intemperie y soñarían toda la noche con escapar saltando el enorme muro; con la ayuda de algunas antorchas apagadas por Ekia y la confianza que la multitud tenía en el guerrero de Krashik, lograron sacarlos rápido y en silencio, salvando sus vidas.
Tuvo que fingir descontento, pero no le resultó actuada la solicitud que hizo al hombre de confianza de Merik para que ejecutase lo más pronto posible a todos los hombres que habían sido encargados de la tarea de masacrar a los ahora fugitivos, argumentado que debían ser castigados; claro que sin comentarle que no porque los dejaron ir, sino porque estuvieron dispuestos a matarles. Igano asintió y se retiró; Merik lo esperaba en el pasillo.
- No puedo creer que no esté involucrado… -afirmó el guardaespaldas- tampoco creo que Orgul lo haya enviado.
- Y en ambas cosas tiene razón. –dijo el príncipe.
- ¿Entonces? ¿Por qué no lo matamos ahora, antes que se entrometa más?
- No. Es claro que tiene cómplices, debemos descubrirlos… y para quien trabajan.
- Entonces torturémoslo. Los metálos no sienten dolor pero si temen morir, si lo ponemos…
- No deseo eso, Igano –lo interrumpió- me gusta el juego que tenemos aquí.
- ¿Juego, señor?
- Sí. Quiero ver hasta dónde llega este Jeenpor, que atrocidades es capaz…. o es forzado a cometer por una mentira… no creería las cosas que algunos hacen por no dejarse descubrir mintiendo pero yo las conozco todas… y lo que provocan en corazón de los übrimejibü.
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