¡Pensé que no llegarías mi amigo! Es realmente un alivio tenerte aquí, el tiempo se agota…
Sí, sí, claro que tienes cosas que contar, pero espera, no hay tiempo. Mira, entiendo que es lo que quieres decir, sé qué esperas despedirte, algunas palabras hermosas y sabes que el tiempo se agota. Créeme que sé lo mucho que me quieres, comprendo que desees despedirte, pero de nuevo, el tiempo es corto, en una hora y diez un escuadrón imperial entrará por esa puerta, sí, sí, por esa, entrarán y me harán fusilar. Te amo, como solo amigos pueden amarse, pero déjame aprovechar el poco tiempo que nos queda para hacer algo más que despedirnos, hace años que no hablamos y de esto sabes tan poco, quizás sea por eso que eres mi más grande amigo, no juzgaste ni esperaste, pero bueno, como sea, déjame aprovechar lo poco que me queda, déjame contarte mi vida y lo que aprendí… en setenta minutos.
Lo primero de lo que te quiero hablar es… bueno no sé, creo que lo primero es las decisiones, no, no, eso es un poco tonto…
¡Qué esperes, déjame hablar primero!
¡Miedo! ¡Miedo! Sí, lo primero de lo que te quiero hablar es el miedo. Es fácil caer ante él. Hay miedos claros, naturales, miedos que se desprenden de la idea de morir; también hay miedos infantiles, imaginarios, paridos por la crianza y circunstancias; pero hay otros miedos más extraños, miedos conceptuales, que son heredados y aprendidos, alimentados por quienes nos rodean y adorados como verdades absolutas, miedo a no tener dinero, a enfrentar la soledad, a cuestionar lo enseñado, a apostar por un futuro promisorio sin nada más que la idea de construirlo…. Ese fue el miedo que tuve que superar en aquella época.
¿Sabes que mi abuelo llegó con los colonos? ¿Qué fue un fundador de la fuerza del Aldebarán Dorado? Bueno, mi abuelo no hizo parte de los grupos de exploración que primero se encontraron con los macanos en las pleyas pero si llegó con las primeras familias que establecieron su hogar aquí, no lo conocí mucho, pero sé que no era como la mayoría de los que llegaron, el no veía a los macanos como una molestia o una amenaza, eran quienes estaban aquí cuando llegamos y tenían tanto derecho a la tierra como nosotros, aunque fueran primitivos.
Esa era también mi idea, o bueno, no tanto una idea sino una noción, cuando aún era joven. Verás, como ya es obvio yo simpatizo con los macanos, ¡Já! ¡Claro! ¡Si no, no estaría aquí! Sé que quizás son primitivos y no tan inteligentes como nosotros, pero son seres dignos… esa idea no la tenía tan clara, tan estructurada como podría describirla ahora y creo que por eso fue que me uní a la fuerza del Aldebarán Dorado cuando tuve la edad, sabía que no eran, o más bien se habían convertido, en poco amigables con los macanos, pero tú sabes, el abuelo lo fundó, papá hacia parte de la fuerza… era obvio que me uniera.
Luego, bueno… luego tuve que darme cuenta de lo que “poco amigable” significaba, se supone que el Aldebarán Dorado es una fuerza imperial… imperio… es ridículo que el gobierno de nuestra pequeña colonia se denomine “imperio”, idiotas… bueno, como sea, se supone que es una fuerza imperial para la protección de la colonia y el mantenimiento de su seguridad… eso, al menos antes del cerdo de Willem, también incluía a los macanos, pero jamás respondimos una llamada de auxilio o un pedido de ayuda de alguna población macana, jamás se trató de ayudar a esos pobres diablos negros, nunca les importó.
Entonces vino el fuego de Tamuca, ¿Lo recuerdas? ¿No? Tamuca era un poblado macano, uno antiguo y grande, un voraz incendio inició y pidieron ayuda, yo estaba apostado en un puerto cercano, fuimos hacia allá, lo cual se me hizo muy extraño, pero cuando llegamos todo quedó claro, se nos ordenó entrar y sacar exclusivamente a los no-macanos del lugar y una vez termináramos nos iríamos ¡Hijos de puta! ¡Abandonarlos así no más! Recuerdo que entré, pero el transporte acabó por irse sin mí y sin otros compañeros, pues nos quedamos a ayudar a los pobres, hice lo que pude, aunque no fue mucho, Tamuca fue arrasada por las llamas. Me tomó unas dos semanas lograr regresar al puerto, pero solo una hora renunciar a la fuerza.
Recuerdo lo que mi padre me dijo cuando volví a casa, recuerdo que me habló de la tradición familiar y de cómo había deshonrado el buen nombre del hogar, me habló de honor y sacrificios necesarios, para aquella época yo nunca le había levantado la voz, pero ese día fue la primera vez, le pregunté si le parecía bien el maltrato que el Aldebarán le daba a los macanos, mi padre era un hombre de buen corazón, me dijo que estaba mal, que no le gustaba como los habían abandonado en Tamuca; entonces le expliqué que era esa la razón por la renuncié, que no tenía nada que ver con el honor y que no era necesario soportarlo… entonces lo vi, vi ese miedo en sus ojos y lo escuché en su voz, me preguntó que pensaba hacer, asegurándome que ya nada más se podía, que me arriesgaba al fracaso total. Para él, abandonar ese puesto era como abandonar mi vida.
En ese momento no lo entendí y lo odié por no apoyarme. Ahora sé que solo reflejaba un terror que le fue heredado, un miedo que tomó como verdad absoluta toda su vida, no era que el no creyera en mí, ni que no entendiera el motivo de mis acciones, solo temía por el espíritu del fracaso, le aterraba que hubiera abandonado “el camino al éxito” al dejar la fuerza. ¿Camino al éxito? ¡No hay tal cosa! Nos hacen creer que la vida tiene un orden, que debemos seguir un esquema predeterminado por la sociedad, y nos enseñan a temerle a la idea de dejar ese esquema de lado y construir un significado de vida propio, personal, nos enseñan a temerle al futuro que viene por apostarle a un ideal y nos quieren hacer creer que es seguro no hacerlo. ¡Nada es seguro! No puedes medir el éxito de una vida sino hasta que ya se termina… y en cuyo caso ya ni tiene sentido hacerlo.
Vidas que acaban…
¡Espera que no he terminado!
Me fui de casa y, en parte porque quería fastidiar a mi papá, en parte porque no sabía bien que hacer, me fui a vivir a Tercia, un poblado macano.
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